jueves, 7 de abril de 2011

Coerción estatal y libertad de expresión

Por Roberto Gargarella para LA NACION
Comienzo con dos ejemplos. Primero: un conflictivo trabajador -boliviano o alemán- es hostigado habitualmente por sus compañeros de trabajo, que se muestran incómodos con las conductas de "el diferente". Un día, uno de sus compañeros lo insulta, en razón de su pertenencia étnica. Nos encontramos, entonces, frente a una situación que involucra, en su núcleo central, al derecho de no ser discriminado. Si alguien dijera: "Se trata de un mero conflicto laboral", esa persona no habría entendido en absoluto la naturaleza del conflicto y, lo que es peor, no habría prestado atención a la historia que explica y hace inteligible ese conflicto (una historia que, no importa por dónde se la quiera mirar, involucra en su centro al derecho a la no discriminación).

Segundo ejemplo: en una comunidad hay 20 radios, con programaciones más o menos diferentes. Un día, y durante unas horas, se generan intencionalmente interferencias sobre sólo una de ellas -la más poderosa, la que tiene una relación más conflictiva con el jefe comunal. Allí tenemos un problema de libertad de expresión, por más que al mismo tiempo sigan funcionando las otras 19 emisoras, y por más que la número 20 retome sus emisiones unas horas después.

Los dos ejemplos anteriores vienen a cuento de las declaraciones de la ministra de Seguridad, calificando el bloqueo simultáneo a dos matutinos, como "un mero conflicto gremial" y también de la exigencia judicial que ella ha recibido, recientemente, para que aclare cuál fue su actuación frente a tales hechos.

Hay dos razones, al menos, que tornan especialmente importante contar, de parte de ella, con respuestas convincentes, que tomen el lugar de las excusas bobas o las alegaciones inverosímiles. En primer lugar, ella no es una ministra más, sino una persona que tiene un papel crucial para decidir los modos del ejercicio de la coerción en la Argentina. Y, en un país en donde la tortura en las cárceles es todavía una práctica cotidiana (donde las cárceles mismas, de hecho, se constituyen en tortura), resulta particularmente importante recabar, de su parte, siempre, respuestas menos superficiales y más afinadas.

En segundo lugar, ella tampoco es una ministra de Seguridad cualquiera, sino una que asume su puesto con el respaldo de muchos de los firmantes del Acuerdo para una Seguridad Democrática. Para quienes celebramos dicho acuerdo, su llegada al cargo no nos resulta indiferente: tenemos expectativas muy elevadas, y necesitamos que su gestión resulte exitosa. Sabemos que su fracaso volvería a hacer oscilar el péndulo del discurso penal hacia la prédica de la "mano dura" (un extremo que, conviene no olvidarlo, conocimos bien en nuestro país a partir de las iniciativas Blumberg, convertidas en ley gracias a las presiones políticas del ex presidente Kirchner, lo cual nos alerta acerca de la carácter acechante de dicha postura).

Cuando la ministra se niega a ver la dimensión del problema que tiene frente a sus ojos (y del cual es, por tanto, corresponsable); cuando, improvisada, irracional y alegremente, remueve policías de la ciudad en donde se emplaza su rival político; cuando demuestra no tener pruritos para movilizar a la policía discrecionalmente, dependiendo de que quien solicite su apoyo sean "amigos" o "enemigos"; cuando desobedece órdenes judiciales; cuando aparece distraída frente a fiscales que tratan de ubicarla; cuando ningunea irónicamente al Congreso, ella enajena apoyos que necesita para llevar adelante la tremenda tarea que tiene por delante. Porque necesitamos que su gestión sea todo un éxito, debemos exigir que deje de actuar del modo parcial en que lo hace, como si tuviera en contra a quienes en verdad están dispuestos a apoyarla.

(*) El autor es profesor de Teoría Constitucional de la UBA y de la UTDT

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