jueves, 1 de agosto de 2013

Una imagen robada que sugiere necesidad

Una disputa larvada pero decidida entre el Papa y el gobierno kirchnerista se libra semana a semana en la mente de los argentinos. Cada vez que Francisco lanza un mensaje político de carácter universal, sus compatriotas lo decodifican en clave nacional y lo colocan directamente en el tablero de la campaña. 

Cuando Bergoglio formula un llamamiento a luchar contra la corrupción , los argentinos piensan que también alude a los escándalos protagonizados por los empresarios y amigos de Cristina Kirchner. Cuando el Papa elogia al periodismo y le brinda espontáneas conferencias de prensa en reconocimiento a su valor democrático y comunicacional, los kirchneristas gruñen por lo bajo y piensan que el "jefe de la oposición" (como le decía Néstor) les está jugando una mala pasada. 

Foto: Fernando Massobrio
Cuando Francisco pronuncia tres veces su mantra (diálogo, diálogo, diálogo), los opositores al cristinismo sienten que su bandera ideológica es reivindicada y que ese misil cae sobre el campamento oficialista. Y, finalmente, cuando el hombre más popular del mundo anima a los jóvenes a indignarse, a salir a la calle y a hacer lío, la presidenta de la Nación piensa en las multitudinarias marchas que organizó contra ella una juventud crítica desde las redes sociales, y reacciona comparando esa arenga con los propósitos militantes de su esposo. 

Al revés que su colega, Dilma Rousseff, comprensiva y respetuosa con quienes marcharon masivamente contra su administración en distintas ciudades de Brasil, Cristina mandó a sus mastines y medios a instalar la idea de que en la Argentina el reclamo era destituyente y los manifestantes eran unos esbirros de la oligarquía.

¿Es Francisco consciente del cariz que sus discursos toman en su patria? Los amigos del Papa aseguran que sí. A pesar de tanto trabajo, Bergoglio sigue leyendo cada día la nación y Crónica, y acaba de terminar una biografía de dos tomos de Juan Domingo Perón. El documento eclesial que les recomienda a todos, y que le regaló a Cristina en Roma, consiste en una dura crítica al populismo latinoamericano. Es dable pensar que el Papa sabe lo que hace, aunque eso no le impide mantener una afectuosa relación protocolar.

¿Qué pensará mañana cuando vea que su brevísimo saludo a Cristina y a Martín Insaurralde fue convertido en un vulgar afiche electoralista con el que se empapeló toda la Capital y el Gran Buenos Aires? Tal vez recuerde la picardía criolla de Perón. O deduzca que la necesidad tiene cara de hereje. 

En ciertos bolsones del conurbano más pobre (Bergoglio lo conoce bien), el Papa representa a Dios y también simbólicamente los valores del peronismo histórico, porque la doctrina social de la Iglesia está imbricada desde siempre con ese movimiento. En esos segmentos y también entre los católicos más alejados de la política, no existe una lectura tan sofisticada de los discursos. Si Cristina y el jefe del cristianismo se sonríen en una foto debe significar que son socios. Y si ese desconocido que los acompaña en la estampita del Frente para la Victoria tuvo cáncer y se curó, y lo cuenta en un aviso televisivo, debe tratarse de un milagro de la fe. Ésa es la reacción buscada.

La foto robada al Papa y el uso de la enfermedad demuestran falta de escrúpulos. Pero también una lacerante desesperación.

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