martes, 22 de diciembre de 2015

Un proyecto nuevo de civilización

Por Santiago Kovadloff, Luis Castelli - LA NACION
Los compromisos asumidos en París inauguran una época de energías renovables y permiten confiar, por primera vez, en que todavía es posible salvar al planeta


Las escaleras mecánicas de la terminal del aeropuerto Charles De Gaulle nos dejaron frente a un cartel desmedido que anticipaba la atmósfera de toda la ciudad de París al momento de celebrarse la Cumbre del Clima (COP21): "Bienvenue à ceux qui viennent défendre la planète". "Bienvenidos los que vienen a defender el planeta." Más adelante, otro advertía: "El planeta está en nuestras manos". Ése era el estado de espíritu en los primeros días de diciembre. Y se multiplicaba en anuncios visibles en los ómnibus, en las estaciones del metro, en los quioscos de revistas, en los vehículos de reparto.

La sede de la cumbre era la ciudad entera. En manos de quienes concurrían se ponía la esperanza de un acuerdo que diera respuestas a preguntas decisivas. ¿Hacia dónde va una sociedad que nunca está satisfecha? ¿Cómo evitar un aumento superior a 2°C en la temperatura global? ¿Cómo ayudar a quienes se encuentran desamparados debido a la devastación ambiental producida por el cambio climático? El mundo esperaba de la cumbre un acuerdo imprescindible para transitar hacia una sociedad sin emisiones de gases de carbono.

A fines del siglo XVIII, la Revolución Francesa puso de manifiesto la necesidad de una transformación social inaplazable: otorgar a todos los hombres los mismos derechos y deberes. Ese ideal de igualdad y responsabilidad volvió a hacerse evidente en la COP21. Francia se constituyó nuevamente en el escenario privilegiado de la toma de decisiones fundamentales para la civilización. En este sentido, la cumbre fue una convocatoria ética. Un proyecto de transformación radical de las relaciones del hombre con el planeta.

Mientras delegados y participantes debatían al norte de la ciudad en el área de exposiciones de Le Bourget, una multitud se expresaba en las calles parisinas a favor de un objetivo en apariencia insensato: habitar un planeta que sólo empleara energías renovables. La manifestación más emblemática tuvo lugar en la Plaza de la República. La marcha originalmente prevista para el inicio de la COP21 fue impedida por el gobierno debido al estado de emergencia declarado tras los ataques terroristas del 13 de noviembre. Esta prohibición, entendida por un sector de la ciudadanía como una acto de censura, inspiró una paradójica marcha estática: diez mil pares de zapatos -incluidos los del papa Francisco- fueron depositados en la Plaza de la República en nombre del derecho a la libertad de expresión.

Después de dos semanas intensas, la cumbre arribó al "primer acuerdo universal de la historia de las negociaciones climáticas". Así lo señaló el presidente François Hollande. Ante un auditorio fervoroso, presentó el texto final del documento, destinado a detener el calentamiento global.

El acuerdo alcanzado en París corona un proceso iniciado con la Cumbre de Río, de 1992. En ella se había establecido que sólo los países desarrollados debían reducir sus gases de efecto invernadero. Veintitrés años después, esas naciones aparecen como responsables únicamente del 35% de las emisiones mundiales. China y la India -categorizados en 1992 como países en desarrollo y, por tanto, sin objetivos de disminución de emisiones- se encuentran ahora entre las cuatro economías más contaminantes del mundo.

El acuerdo de París fija como objetivo principal que el aumento de la temperatura media del planeta se estabilice "muy por debajo" de los 2°C con respecto a los niveles preindustriales. Señala también que deben realizarse esfuerzos para no superar los 1,5°C. En un texto a veces diluido por la sigilosa presión de las energías fósiles, se establece que todos los países deberán alcanzar un techo en sus emisiones de gases de efecto invernadero "lo antes posible". Determina igualmente que durante la segunda mitad de este siglo se alcance un "equilibrio" entre las emisiones y la capacidad de absorber esos gases. Se reducirá así la vulnerabilidad actual y futura al cambio climático. Por último, en el acuerdo se adopta el compromiso de "movilizar" a partir de 2020 un fondo de 100.000 millones de dólares anuales destinado a los Estados con menos recursos. El propósito es que puedan crecer económicamente (pero bajando las emisiones de dióxido de carbono) y adaptarse al cambio climático. Lo que no pudo lograrse hace seis años en Copenhague se consiguió en París: como repitió Al Gore al final de cada una de sus conferencias en la COP21, "la voluntad política es también un recurso renovable".

En vista de todo esto, ¿debe considerarse el acuerdo de París un éxito? No es tan bueno como podría haber sido, aunque es mucho mejor de lo que se esperaba. Tal cual está, el acuerdo no garantiza salvar el planeta. Pero su firma alienta las esperanzas de que pueda lográrselo.

El principal instrumento sobre el que se construye el acuerdo son las llamadas "contribuciones" voluntarias nacionales, mediante la fijación de metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Las contribuciones presentadas a la COP21 en noviembre pasado por 186 países producirían en conjunto un incremento de 3°C hacia fines del siglo XXI. Es una brecha muy amplia tanto respecto de los propuestos 2°C como de los 1,5°C recomendados. Por lo tanto, las contribuciones voluntarias ofrecidas hoy resultan insuficientes. Y lo serán mucho más si continuamos incrementándolas un 2,5% al año. El éxito del acuerdo de París dependerá, entonces, de la rapidez con que las partes puedan presentar propuestas más ambiciosas en sus reducciones. Esto es posible. Hay un compromiso de revisar y mejorar las metas cada cinco años.

El cambio climático no es una amenaza. Ya ocurre. Sólo durante 2014 más de 19 millones de personas perdieron sus hogares por causa de desastres tales como inundaciones, tormentas y sequías. Según cálculos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), durante los próximos cincuenta años, entre 250 y 1000 millones de personas podrían verse obligadas a trasladarse a otra región de su país o el extranjero si el calentamiento global no se detiene. La ciencia nos dice que debemos actuar lo antes posible. El umbral en el cual es aún factible hacer algo para no superar los 2°C de aumento y sus resultados catastróficos está cada vez más cerca. Como destacó Barack Obama al presentar el plan ambiental de los Estados Unidos: "Somos la primera generación que siente las consecuencias del cambio climático. Y la última que puede hacer algo para detenerlo".

Muy probablemente, antes de que finalice el siglo, los combustibles fósiles tendrán sentencia de muerte. Para acelerar esa transición y alcanzar una "justicia ambiental", el costo de eliminación del carbono deberían soportarlo quienes lo generan.

Estamos ante la oportunidad de encaminarnos hacia una nueva era, donde el hombre desarrolle su vida sin contaminar. En esa clase de escenario, turbinas eólicas girarían en las terrazas de edificios inteligentes, paredes fotosensibles transformarían la luz solar en energía para sus dueños y aportarían sus excedentes a la red pública. Los rascacielos se convertirían en estructuras arboladas, verdaderas torres de fotosíntesis con jardines verticales. Habría sistemas eficaces de transporte público, alimentados por energías renovables, y vehículos particulares circulando con motores silenciosos. En suma, un proyecto nuevo de civilización, una contrarrevolución donde la naturaleza recuperaría las ciudades. Sería el mundo del hombre descarbonizado.

"Cuidar a la Madre Tierra es una cuestión moral. No hay un plan B porque no hay un planeta B", enfatizó Ban Ki-moon, el máximo representante de la Organización de las Naciones Unidas. Sus palabras recuerdan uno de esos carteles que veíamos desde el tren que nos llevaba a la Cumbre de París: "Plus tard ça sera trop tard". Más tarde será demasiado tarde.

Castelli es director Ejecutivo de la Fundación Naturaleza para el Futuro y Kovadloff, poeta y filósofo

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